EL HOMBRE Y LA MONTAÑA

10 sept 2025

El monte me hizo un niño de la selva, uno de los que hace amigos en los barrios a los que llega y sueña construcciones imposibles en los árboles. Actualmente, ese niño sigue vivo, muy vivo, y aunque habite en la selva de cemento bogotana, intencionalmente busca el verde de los bosques y el relajante olor a estiércol de vaca en las mañanas de su semana. 

El monte me hizo un niño de la selva, uno de los que hace amigos en los barrios a los que llega y sueña construcciones imposibles en los árboles. Actualmente, ese niño sigue vivo, muy vivo, y aunque habite en la selva de cemento bogotana, intencionalmente busca el verde de los bosques y el relajante olor a estiércol de vaca en las mañanas de su semana. 

“A un niño de la selva la ausencia de tierra lo mata”. 

 Debo confesarles que, antes de Cristo, aquel niño explorador e inocente había muerto. Las grises y vanidosas persecuciones del viento me llevaron al suicidio psicodélico; sin embargo, gracias a la muerte que me abrazó en forma de paro cardiaco, volví a nacer. Descubrí que no estaba mal ser niño; que no estaba mal la inocencia; que no estaba mal salirme del estúpido círculo de mí mismo, y que, por lo contrario, el camino que de niño recorría, enfocado en jugar y explorar con los demás en la montaña, era el que me aguardaba. Así que lo tomé.

 Desde hace 8 años he estado recorriendo montes, siendo hombre y niño a la vez, y me encanta; me transforma; me sana. Dos de estos gigantes han generado en mí un cambio significativo: El Púlpito del diablo (4.830 msnm) y el Nevado del Tolima (5.276 msnm). Les voy a contar por qué.

 Principalmente, porque me humillaron; me sentaron en una silla de humildad. Me enseñaron que la vida no solo se vive con el ímpetu del niño que se arriesga y salta, sino del hombre que planea, prevé y honra su aventura. Si te la tomas como un juego, la montaña te pone en tu lugar. 

 Siendo un hombre que se jacta de su estado físico, acabé vomitando en el descenso del Nevado del Cocuy (Púlpito del diablo). Para colmo de bienes (por no decir de males), mi novia, cuyo fuerte no es precisamente el ejercicio, subió y bajó sin ningún problema; de hecho, cual enfermera con un anciano, tuvo que guiarme para culminar el recorrido. Su clave, la respiración, la calma. Fue sin pretensiones ni expectativas, siendo ella, y todo le salió muy bien. 

 La cuestión en montañas de esta altura es que el físico pasa a un segundo plano. Aquí, por más atlético que seas, si no te preparas, o si tu cuerpo simplemente no responde bien, el mal de altura te puede obligar a regresar por donde viniste. Desde un dolor de cabeza, hasta la muerte por edema cerebral o pulmonar, pueden ser las consecuencias de un mal ascenso. Tremendo ¿no?

 Así las cosas, con el miedo de mi primera experiencia en alta montaña acechándome el ser, me dispuse a subir un monte más alto: el Nevado del Tolima. Sin embargo, esta vez lo abordé diferente.
 
“Se necesita ser niño para ir a la montaña, y hombre para salir bien de ella”.

En esta ocasión fui sabiéndome débil. Reconociéndome necesitado de Dios y de los demás. Los guías nos explicaron que arriba ninguno haría nada solo. Que todos tendríamos que ayudarnos, ya fuera pasándonos el agua o amarrándonos los cordones. 

2 días de arduas caminatas nos llevaron hasta el campamento base, llamado Arenales. Aquella noche, a 4.400 msnm, dormí una escasa hora. Salí de mi refugio en el silencio del campamento, rodeado de estrellas y de la gigantesca montaña, y lloré delante de Dios. ¿Por qué no funciona bien mi cuerpo? ¿Por qué a los demás les marca bien el oxígeno y a mí no? ¿Me voy a morir? ¿Debo subir? ¿Cuál es mi límite?

 Luego de descargarme, regresé, y con un poco menos de ansiedad, dormí lo poquito que pude. A eso de la media noche, el resto de los valientes se unieron a la odisea. 

 Me dolía la cabeza; mil pensamientos me invitaron a renunciar; me sentí realmente cansado. Pero un suave susurro me guio a reconocerme débil y a confiar; confiar en que, dando un paso delante del otro, acabaría en la cima.

 Lo impresionante fue que, como guía principal, Dios puso a Jerson, otro hombre de fe, a dirigir el intento de cumbre. Fue él quien se dio cuenta de que mi cuerpo respondía lentamente. O sea, que al llegar a una nueva altura y evaluarlo, pintaba mal. Pero que, al darle unos minutos, se reponía. Presionado por algunos de sus compañeros que le sugirieron regresarme, me dio un ultimátum. Si llegamos al siguiente paso y te sientes mal, te devolvemos. ¿Listo? ¡Perfecto!, respondí.

 Su estrategia fue ponernos a los más lentos a marcar el paso, de esa manera no tendríamos a nadie presionándonos al frente. Y, para beneficio del resto, como equipo, podríamos manejar un ritmo más tranquilo.  

En contra de los pronósticos, nunca regresé. Paso a paso, motivado por la nieve que de a poco asomaba y las porras de aquel maravilloso grupo, mejoré el ritmo. Y así, encordados de a 3, coronamos la cumbre del Nevado del Tolima. 

 Arriba lloré como hace rato no lo hacía. Y lo hice porque me vi muerto en muchas ocasiones. Hace tiempo no me sentía así de débil y, a la vez, así de vivo.

 Qué es un hombre, sino un niño que aprende, honra, y coopera con los demás. Qué es un hombre si no aquel que confía en Dios cuando sus fuerzas escasean. Qué es un hombre si no la valentía de movernos emparamados de miedo. 

 ¿Qué es un hombre sin una montaña?

 

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