Si salimos en moto, te aprovechas porque no hay otras alternativas que abrazarme, y me gusta sentirme aprovechado. El viaje es más corto, más fresco y menos hablado.

Si salimos en metro, corremos el peligro de no estar cómodos: uno de pie, otro sentado, difícilmente los dos sentados, probablemente los dos parados y apretados. Hay mucho ruido ambiente, se gasta la voz y se repite la misma idea interrumpida.

En bici, dependemos del camino: a ratos hay buenas ciclovías, otros caminos son peligrosos por los autos. Pero también tiene momentos románticos: paisajes que se aprecian mejor, viento en la cara, aunque no tan fuerte como en la moto; parar a tomar agua, o pinchar la rueda.

En auto, es el más caro. Ahora recién tenemos uno. Brinda seguridad, podemos escoger una canción cada uno, se puede conversar y comer, pero también se puede discutir mucho y mirar hacia afuera, pagar estacionamiento y no hablar.

No usamos frecuentemente el tren o el avión; son transportes más para vacaciones, y esto está más cargado a la excepcionalidad, no a lo cotidiano. Lo cotidiano tiene la magia escondida, lo excepcional siempre la tiene, por lo tantoestoy predispuesto a que tenga más ventajas. Lo cotidiano necesito analizarlo y descubrir a dónde quiero ir y de qué manera.

Me quedo con caminar. En casi todos los ir y venir hay un momento en que caminamos, o dependiendo de la lejanía, solo caminamos. No tiene el ritmo frenético de la vida, avanzamos al paso de una conversación, estamos conscientes del entorno, de cruzar la calle, de no pisar caca de perro, de que tu mano solo se aleje si se nos atraviesa un árbol o un poste, para volverla a tomar. Es lento, inseguro, poco confortable, no tiene música, es agotador, frío, caluroso; es desventajoso. Pero las desventajas, por muchas que sean, no se comparan con la ventaja de caminar juntos.

Olvidé hacia dónde iba o qué iba a hacer, pero me acordé de que tenía que volver a tomar tu mano.