El crossover de Borges y Jonathan Edwards

24 nov 2024

Separados por siglos y por continentes, Jorge Luis Borges y Jonathan Edwards convergen en un mismo punto: ambos se aventuraron en una exploración sin tregua de lo absoluto y lo eterno.

Separados por siglos y por continentes, Jorge Luis Borges y Jonathan Edwards convergen en un mismo punto: ambos se aventuraron en una exploración sin tregua de lo absoluto y lo eterno.

Borges, un escritor argentino cuyas historias parecen devorar sus propios relatos, y Edwards, un teólogo puritano norteamericano del siglo XVIII, se embarcaron en una búsqueda que trasciende la mera curiosidad humana: intentar comprender aquello que escapa a los límites del tiempo y del espacio.

Borges, con su fascinación por los laberintos, espejos y relojes, ve en Edwards una figura enigmática. Para el teólogo, el universo no es sino un vasto escenario de misericordia y juicio, donde Dios sostiene el destino de los hombres. En esta visión, el Cielo es un privilegio reservado para unos pocos, y el Infierno una amenaza latente para casi todos. En esta doctrina, el mundo es un diseño complejo y absoluto, donde cada vida es un hilo en una tela tejida con precisión implacable.

Borges encuentra en este universo un paralelo con su propia visión de Dios: una araña atrapada en su red, prisionera de un diseño eterno que ella misma creó. Así, el universo de Edwards se convierte en una estructura tan atrapante como un laberinto borgeano, donde cada ser, cada instante, está predestinado. La paradoja para Borges es clara: un Dios omnipotente que, sin embargo, queda atrapado en las leyes eternas de su propia creación. A través de su escritura, Borges nos lleva a cuestionar esta idea, a preguntarnos si, como los personajes de sus cuentos, estamos destinados a vagar en un laberinto sin salida.

Esta fascinación compartida nos revela una verdad inquietante sobre la condición humana: nuestra insaciable necesidad de trascender lo visible y explorar lo eterno. Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos hemos sido impulsados por una inquietud que nos distingue de lo puramente material. Nuestra razón nos empuja, a veces violentamente, a formular preguntas sobre el origen y el propósito de todo, un ejercicio que inevitablemente nos lleva a enfrentarnos con el concepto de lo eterno, y, en última instancia, con la idea de Dios.

El papel de Dios en nuestras vidas se convierte en una elección personal: podemos enfrentarnos a esta figura y tratar de comprender qué tiene para decir, o ignorarla y elegir otro camino. Pero, independientemente de la decisión que tomemos, todos nos vemos obligados a considerar su existencia en algún momento. Poetas, escritores, filósofos y teólogos se han visto confrontados con la presencia de Dios en sus búsquedas de significado y comprensión. Para Borges, Dios era una figura atrapada en su propia creación; para Edwards, era quien sostenía nuestras vidas con amor y misericordia, aun cuando somos pecadores.

En última instancia, Borges y Edwards representan dos perspectivas de la misma búsqueda: el intento humano de comprender la eternidad. A través de ellos, comprendemos que no importa cuán radicales o diferentes puedan parecer sus visiones, en el fondo, ambos enfrentaron el mismo misterio que sigue sin resolverse para muchos, pero para nosotros el camino y la respuesta siguen siendo sinónimos a lo que hemos nombrado en cada párrafo, Dios.

Borges le hizo un poema a Jonathan Edwards, aparece en el libro "El otro, el mismo" (1964).

Lejos de la ciudad, lejos del foro
clamoroso y del tiempo, que es mudanza,
Edwards, eterno ya, sueña y avanza
a la sombra de árboles de oro.

Hoy es mañana y es ayer. No hay una
cosa de Dios en el sereno ambiente
que no le exalte misteriosamente,
el oro de la tarde o de la luna.

Piensa feliz que el mundo es un eterno
instrumento de ira y que el ansiado
cielo para unos pocos fue creado
y casi para todos el infierno.

En el centro puntual de la maraña
hay otro prisionero, Dios, la Araña.

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